GUINGUINBALI LAURA GALLEGO
Las Palmas de Gran Canaria 21/07/10
Esa casa era una fiesta. Durante todo el día cantaron, rieron y algunos de ellos, se sentaron un rato al lado de esta periodista para contarle sus experiencias. Algunas de las preguntas formuladas entonces dejaron de tener sentido poco después ¿Qué significa el miedo para ustedes? ¿De dónde sacan la esperanza?. No significa nada, y no les queda otra. Los cuatro españoles que viajamos desde Canarias para participar con los saharauis del recibimiento a los 11 compatriotas que regresaban de visitar los campamentos de Tinduf, llegamos al barrio de Casa de Piedra, en El Aaiún, sobre las tres de la tarde, y desde el primer instante quedó claro que la policía marroquí no veía con buenos ojos ese encuentro.
La vivienda estaba cercada por numerosos agentes vestidos de paisano que, poco después de nuestra llegada, empezaron a impedir el acceso a los saharauis que seguían queriendo llegar hasta ella. Dentro había alrededor de 200 personas ya. A media tarde, un grupo de policías se dirigió a los españoles, en la calle, y nos solicitó la documentación, y después de un rato, nos comunicó que, dado que habíamos entrado como turistas -y estar allí, para ellos, se salía del circuito- quedábamos bajo nuestra propia responsabilidad.
Cuando supimos que la delegación de 11 activistas por los derechos humanos había aterrizado -la mayoría de ellos jóvenes estudiantes que desde el domingo han perdido el derecho a seguir acudiendo al instituto, por cierto- decidieron desde que ventana tomaría yo las fotos. La que estaba situada justo sobre la puerta de entrada. Debían respetar mi posición. Aunque entre 200 personas repartidas en más de diez habitaciones, ningún mensaje llegaba a todos.
Ya estaban cerca; Cecilia Alvarado, Lorena López y José Febles, los tres canarios con los que viajé, se sumaron al grupo que los recibiría fuera. Javier Sopeña, un extremeño que desde hace dos meses se ha comprometido a vivir con ellos, y sufrir lo que sufran ellos, para utilizar sus herramientas después, como español, para denunciarlo, también estaba allí.
En parte creíamos que su presencia serviría para frenar la reacción de la policía. Pero cuando la furgoneta en la que iban los once activistas aparcó frente a la vivienda, vi como estos se bajaban, la multitud empezaba a cantar y por el rabillo del ojo, correr a la policía desde todas las esquinas. Fue entonces cuando sentí que alguien pisaba el acelerador. No, no hubo provocación, ni intento previo por acallar los cánticos. Llegaron corriendo y empezaron a golpear a varios de ellos. Vi como les tiraban al suelo y la emprendían a puñetazos, patadas y porrazos. En cuestión de segundos, tenía a decenas de personas gritando a mis espaldas, empujándome contra las rejas de la ventana. Durante la siguiente media hora larga, la más intensa, lógicamente, no volvieron a reparar en mi presencia.
Salí como pude, agachada entre las piernas de todos ellos, a buscar otra ventana desde la que poder tomar fotos. Estaba en un rellano de un metro cuadrado, de una angosta escalera por la que muchos bajaban enfervorizados para salir a socorrer a sus amigos, a sus familiares. Entré en la habitación más próxima y cuando me acercaba a la ventana de la cocina algo rompió los cristales. Regresé sobre mis pasos y empezaron a llegar heridos. Personas cargadas en brazos por otras, con el labio partido, la ceja abierta, la espalda amoratada....gimiendo de dolor. Los dejaban sobre algún cojín y regresaban.
Todo eran golpes, ruido, gritos. Luego supe que en ese arranque fueron también a por los españoles, con la intención de alejar testigos incómodos; a Lorena y a José les golpearon contra una pared y arrastraron hasta otra calle cercana. Como querían regresar, y clamaban por sus dos compañeras españolas y, Lorena, por su documentación, que no llevaba encima, les amenazaron y volvieron a golpear. A ellos y a varios ciudadanos que intentaron mediar. Salieron corriendo y consiguieron llegar al hotel.
A Javier, a quien cada vez respetan menos, por muy español que sea, le patearon en el suelo y, en posición fetal, consiguió protegerse de todos los golpes menos de uno en la parte baja de la espalda por el que todavía camina con dificultad.
A Cecilia la agarraron violentamente de un brazo, pero consiguió zafarse y entrar en la casa.
Dentro, en algunos rincones apartados, había ancianos que rezaban en silencio. Contemplaban lo que sucedía con dolor, pero diría que con la resignación de la costumbre. Una mujer que chocó contra mi en un momento dado, y que sí reparó en que tenía un testigo, no dejó pasar la oportunidad de desahogarse; me agarró por los brazos y me gritó desesperada: “¡Quiero salir, pero no me dejan! Los policías marroquíes son unos cobardes, están tirando piedras!” . A base de piedras habían roto ya todos los cristales, y entre varios, fueron tapando las ventanas con mesas o con lo que encontraban a mano para impedir que entraran esas armas arrojadizas con las que sí consiguieron partirle el labio a uno de ellos.
Si la policía hubiera entrado entonces, no sé que hubiera pasado. La puerta era de hierro, y entre decenas de personas que atascaban la escalera creo que consiguieron detenerlos. Aunque la situación estaba fuera de control, y dentro, había personas mayores, niños. Dicen los saharauis que a veces lo hacen, que entran, rompen todas las luces, y la emprenden contra cualquier bulto que se mueva. Quizás eso es lo que impidió nuestra presencia.
Después de media hora subí por la escalera a la habitación donde esperaban algunos de los que no habían intervenido, y me alcanzó el grito desesperado de Cecilia llamándonos a los españoles. Hasta dos horas después no supimos qué había pasado con Lorena y José. Javier si subió al rato, dolorido.
Con las ventanas tapiadas, sin ningún resquicio que dejara entrar el aire -que fuera si era fresco- y con todas aquellas personas presas del terror y de la ira a partes iguales, la temperatura y la humedad alcanzaron niveles insoportables. Desde esa habitación en el tercer piso, seguíamos escuchando los gritos que llegaban del piso inferior. Aunque cada vez más espaciados. Cuando subieron algunos de los activistas de la delegación, en una de las habitaciones, banderas en mano, empezaron con los habituales cánticos, clamando por un Sahara libre; saltando, todos a una, a voz en cuello, se fueron exaltando, tratando supongo también de recuperar los ánimos, de recordarse a sí mismos el porqué de tanto horror. Aunque allí nadie se permite un momento de debilidad respecto a su compromiso con la causa. “Por mi país, lo que haga falta, doy hasta la vida, no tengo miedo”. Todos se expresan así.
Conté siete niños menores de tres años. Había además, muchos más de entre 4 y 15 años. La gente está sentada, apretada en los sofás y por el suelo. Desde mi lugar, veo aproximarse a un grupo cargando a una niña y gritando en torno a ella; quieren entreabrir una ventana para que tome aire. Está sudando, con cara de pánico, y apenas consigue que el oxígeno llegue a sus pulmones, con bocanadas asfixiantes. Le duele el pecho. Sufre un ataque de ansiedad. Ví a otras dos en diferentes momentos en la misma situación.
Cuando alguien intenta abandonar la vivienda, regresa apaleado. El martes, visité a varias personas que también fueron golpeadas por acercase a ella, en la calle. Las marcas de los golpes son brutales. Y si no han ido al hospital, me explican, es porque allí “volverían a pegarnos”. Utilizan remedios caseros y algunas medicinas españolas.
Hasta la 1:30 hubo momentos de más tensión y otros, incluso, de cierto relajo. Hay quien trata de dar una cabezada; la noche, ya lo saben, va a ser larga. Pero a esa hora, llega alguien con un papel. Tiene un teléfono anotado y nos dice que debemos llamar, que se lo han dado los otros españoles; discuten entre ellos. Hay quien cree que es una artimaña de la policía, pero poco después, otra persona trae un número nuevo e insiste en que nos asomemos por la ventana, que Lorena y Jose están abajo. Efectivamente, Cecilia y yo les vemos, acompañados por un señor, que resultó ser el Depositario de los Bienes Españoles en El Aaiún, quien, a pesar de no tener competencias diplomáticas, se encarga de asistir a los españoles cuando la Embajada lo solicita. Y Lorena había contactado con él a través del servicio de emergencia consular. Ha venido a sacarnos de allí; Lorena insiste en que debemos hacerle caso, pero no puede explicarse, está rodeada por la policía que tiene la casa sitiada. Este señor nos dice que si no abandonamos el lugar, él habrá sido testigo de que nos hemos quedado por nuestra propia voluntad, y a partir de ese momento, no podrá garantizar nuestra seguridad.
Aunque nadie, en realidad, puede hablar claro en ese momento.
Dentro, algunos nos piden que nos quedemos, que sino, acabará en “un baño de sangre”. Otros entienden que es nuestra decisión. Durante más de dos horas dudamos cual tomar; cambiamos de opinión a cada momento. Javier no. Tiene claro que se queda con ellos hasta el final. Está bastante seguro de que con nosotros dentro, la policía no va a entrar. Desde fuera, nos dicen que ésta les ha advertido de que lo harán de todas formas. La presencia del funcionario español, quien, por primera vez acude al lugar en este tipo de situaciones, acrecienta el nerviosismo de los agentes.
No estábamos allí para convertirnos en mártires, sino para ver con nuestros propios ojos y poder contarlo la terrible violación de los derechos humanos que padece el pueblo saharaui. Mis compañeros como miembros de la Asociación Canaria de Solidaridad con el Pueblo Saharaui y yo, como periodista. Se trataba ahora de decidir entre dos opciones: olvidar el trabajo y a título personal, apostar por salvar con tu presencia y tu pasaporte la integridad de un grupo de seres humanos o estar dispuesto a sufrir con ellos las consecuencias, o, una segunda: confiar en las personas que desde abajo, sin poder dar una explicación clara, nos recomiendan con firmeza que debemos abandonar la casa.
No teníamos herramientas para saber con certeza qué iba a ocurrir. Sí, efectivamente, podíamos evitar una masacre, o estábamos empeorando las cosas. O si esta no se iba a producir, de todos modos. Porque nos costaba imaginar que, si la policía se había controlado hasta ese momento, si no había tomado la vivienda porque estábamos allí, lo fuera a hacer justo después de que saliéramos. Un funcionario español estaba siendo testigo de la situación; si al amanecer, habían arrasado el lugar, resultaría -no fácil de imaginar, sino evidente- qué había sucedido. Y tienen demasiadas ocasiones, por desgracia, para hacerlo a espaldas del mundo.
Afortunadamente, parece que así fue. Después de marcharnos, sobre las cuatro de la mañana, mantuvieron el asedio durante varias horas. Hasta que decidieron ir dejándolos salir en grupos de 10 y detuvieron a cuatro. Pero no hubo tal masacre. Ese día.
Fuera, alguien esperaba con una bandera marroquí y antes de que pudiera darme cuenta, confundida con la oscuridad del exterior, me fotografiaron delante de la misma. Cecilia supo dar el conveniente rodeo y evitó que captaran esa imagen.
Ya juntos, una treintena de agentes rodearon el vehículo del funcionario español, en cuyo interior estábamos sentados, y nos reclamaron las cámaras fotográficas. En principio nos negamos. Lorena exigía una orden judicial, porque iba en contra, obviamente, de todos nuestros derechos. Pero no pensaban dejarnos marchar con ellas. El depositario también insistía en que debíamos entregarlas, que al día siguiente nos serían devueltas. Obviamente, sin las imágenes que no fueran de su agrado. Accedimos porque el asedio era importante; incluso a que nos registraran el bolso; aunque el material estaba en realidad a salvo.
Y nos fuimos. A comprar cigarrillos para los fumadores. A relajar los nervios. Pero ellos se quedaron allí. Volvimos a verlos la noche siguiente, en casa de otro amigo; sabían que la prensa española se había hecho eco de lo sucedido, y nos lo agradecían. En realidad, es lo único que quieren: que no miremos a otro lado. Los saharauis no tienen una ciudadanía plena. No tienen derecho a trabajar ni a ir a la universidad; tienen prohibido ir al cine y al teatro. En cualquier momento, un policía puede increparles por la calle, y desde luego, cualquier manifestación, de cualquier tipo, a favor de la independencia del Sahara, se paga con torturas, desapariciones, años de cárcel. Todos tienen un familiar con heridas irreversibles, cuando no llevan años sin saber de él o ha perdido la cordura en la cárcel. Eso es lo que conocen desde que nacen. Una forma de apartheid. Ni más ni menos. Sus verdugos son sus jueces.
Como ellos dicen, prácticamente toda la comunidad internacional reconoce que el Sahara Occidental no pertenece a Marruecos.
Su compromiso es inquebrantable. Y mantienen la esperanza en que la sociedad civil obligue a los gobiernos extranjeros a buscar una solución. Para que dejen de hacer como que no saben lo que pasa allí; yo también lo cuento para eso. Es exactamente lo que sucedió esa noche. En singular, en mi caso. Pero es su vida. O su lucha por una vida.
Esa casa era una fiesta. Durante todo el día cantaron, rieron y algunos de ellos, se sentaron un rato al lado de esta periodista para contarle sus experiencias. Algunas de las preguntas formuladas entonces dejaron de tener sentido poco después ¿Qué significa el miedo para ustedes? ¿De dónde sacan la esperanza?. No significa nada, y no les queda otra. Los cuatro españoles que viajamos desde Canarias para participar con los saharauis del recibimiento a los 11 compatriotas que regresaban de visitar los campamentos de Tinduf, llegamos al barrio de Casa de Piedra, en El Aaiún, sobre las tres de la tarde, y desde el primer instante quedó claro que la policía marroquí no veía con buenos ojos ese encuentro.
La vivienda estaba cercada por numerosos agentes vestidos de paisano que, poco después de nuestra llegada, empezaron a impedir el acceso a los saharauis que seguían queriendo llegar hasta ella. Dentro había alrededor de 200 personas ya. A media tarde, un grupo de policías se dirigió a los españoles, en la calle, y nos solicitó la documentación, y después de un rato, nos comunicó que, dado que habíamos entrado como turistas -y estar allí, para ellos, se salía del circuito- quedábamos bajo nuestra propia responsabilidad.
Cuando supimos que la delegación de 11 activistas por los derechos humanos había aterrizado -la mayoría de ellos jóvenes estudiantes que desde el domingo han perdido el derecho a seguir acudiendo al instituto, por cierto- decidieron desde que ventana tomaría yo las fotos. La que estaba situada justo sobre la puerta de entrada. Debían respetar mi posición. Aunque entre 200 personas repartidas en más de diez habitaciones, ningún mensaje llegaba a todos.
Ya estaban cerca; Cecilia Alvarado, Lorena López y José Febles, los tres canarios con los que viajé, se sumaron al grupo que los recibiría fuera. Javier Sopeña, un extremeño que desde hace dos meses se ha comprometido a vivir con ellos, y sufrir lo que sufran ellos, para utilizar sus herramientas después, como español, para denunciarlo, también estaba allí.
En parte creíamos que su presencia serviría para frenar la reacción de la policía. Pero cuando la furgoneta en la que iban los once activistas aparcó frente a la vivienda, vi como estos se bajaban, la multitud empezaba a cantar y por el rabillo del ojo, correr a la policía desde todas las esquinas. Fue entonces cuando sentí que alguien pisaba el acelerador. No, no hubo provocación, ni intento previo por acallar los cánticos. Llegaron corriendo y empezaron a golpear a varios de ellos. Vi como les tiraban al suelo y la emprendían a puñetazos, patadas y porrazos. En cuestión de segundos, tenía a decenas de personas gritando a mis espaldas, empujándome contra las rejas de la ventana. Durante la siguiente media hora larga, la más intensa, lógicamente, no volvieron a reparar en mi presencia.
Salí como pude, agachada entre las piernas de todos ellos, a buscar otra ventana desde la que poder tomar fotos. Estaba en un rellano de un metro cuadrado, de una angosta escalera por la que muchos bajaban enfervorizados para salir a socorrer a sus amigos, a sus familiares. Entré en la habitación más próxima y cuando me acercaba a la ventana de la cocina algo rompió los cristales. Regresé sobre mis pasos y empezaron a llegar heridos. Personas cargadas en brazos por otras, con el labio partido, la ceja abierta, la espalda amoratada....gimiendo de dolor. Los dejaban sobre algún cojín y regresaban.
Todo eran golpes, ruido, gritos. Luego supe que en ese arranque fueron también a por los españoles, con la intención de alejar testigos incómodos; a Lorena y a José les golpearon contra una pared y arrastraron hasta otra calle cercana. Como querían regresar, y clamaban por sus dos compañeras españolas y, Lorena, por su documentación, que no llevaba encima, les amenazaron y volvieron a golpear. A ellos y a varios ciudadanos que intentaron mediar. Salieron corriendo y consiguieron llegar al hotel.
A Javier, a quien cada vez respetan menos, por muy español que sea, le patearon en el suelo y, en posición fetal, consiguió protegerse de todos los golpes menos de uno en la parte baja de la espalda por el que todavía camina con dificultad.
A Cecilia la agarraron violentamente de un brazo, pero consiguió zafarse y entrar en la casa.
Dentro, en algunos rincones apartados, había ancianos que rezaban en silencio. Contemplaban lo que sucedía con dolor, pero diría que con la resignación de la costumbre. Una mujer que chocó contra mi en un momento dado, y que sí reparó en que tenía un testigo, no dejó pasar la oportunidad de desahogarse; me agarró por los brazos y me gritó desesperada: “¡Quiero salir, pero no me dejan! Los policías marroquíes son unos cobardes, están tirando piedras!” . A base de piedras habían roto ya todos los cristales, y entre varios, fueron tapando las ventanas con mesas o con lo que encontraban a mano para impedir que entraran esas armas arrojadizas con las que sí consiguieron partirle el labio a uno de ellos.
Si la policía hubiera entrado entonces, no sé que hubiera pasado. La puerta era de hierro, y entre decenas de personas que atascaban la escalera creo que consiguieron detenerlos. Aunque la situación estaba fuera de control, y dentro, había personas mayores, niños. Dicen los saharauis que a veces lo hacen, que entran, rompen todas las luces, y la emprenden contra cualquier bulto que se mueva. Quizás eso es lo que impidió nuestra presencia.
Después de media hora subí por la escalera a la habitación donde esperaban algunos de los que no habían intervenido, y me alcanzó el grito desesperado de Cecilia llamándonos a los españoles. Hasta dos horas después no supimos qué había pasado con Lorena y José. Javier si subió al rato, dolorido.
Con las ventanas tapiadas, sin ningún resquicio que dejara entrar el aire -que fuera si era fresco- y con todas aquellas personas presas del terror y de la ira a partes iguales, la temperatura y la humedad alcanzaron niveles insoportables. Desde esa habitación en el tercer piso, seguíamos escuchando los gritos que llegaban del piso inferior. Aunque cada vez más espaciados. Cuando subieron algunos de los activistas de la delegación, en una de las habitaciones, banderas en mano, empezaron con los habituales cánticos, clamando por un Sahara libre; saltando, todos a una, a voz en cuello, se fueron exaltando, tratando supongo también de recuperar los ánimos, de recordarse a sí mismos el porqué de tanto horror. Aunque allí nadie se permite un momento de debilidad respecto a su compromiso con la causa. “Por mi país, lo que haga falta, doy hasta la vida, no tengo miedo”. Todos se expresan así.
Conté siete niños menores de tres años. Había además, muchos más de entre 4 y 15 años. La gente está sentada, apretada en los sofás y por el suelo. Desde mi lugar, veo aproximarse a un grupo cargando a una niña y gritando en torno a ella; quieren entreabrir una ventana para que tome aire. Está sudando, con cara de pánico, y apenas consigue que el oxígeno llegue a sus pulmones, con bocanadas asfixiantes. Le duele el pecho. Sufre un ataque de ansiedad. Ví a otras dos en diferentes momentos en la misma situación.
Cuando alguien intenta abandonar la vivienda, regresa apaleado. El martes, visité a varias personas que también fueron golpeadas por acercase a ella, en la calle. Las marcas de los golpes son brutales. Y si no han ido al hospital, me explican, es porque allí “volverían a pegarnos”. Utilizan remedios caseros y algunas medicinas españolas.
Hasta la 1:30 hubo momentos de más tensión y otros, incluso, de cierto relajo. Hay quien trata de dar una cabezada; la noche, ya lo saben, va a ser larga. Pero a esa hora, llega alguien con un papel. Tiene un teléfono anotado y nos dice que debemos llamar, que se lo han dado los otros españoles; discuten entre ellos. Hay quien cree que es una artimaña de la policía, pero poco después, otra persona trae un número nuevo e insiste en que nos asomemos por la ventana, que Lorena y Jose están abajo. Efectivamente, Cecilia y yo les vemos, acompañados por un señor, que resultó ser el Depositario de los Bienes Españoles en El Aaiún, quien, a pesar de no tener competencias diplomáticas, se encarga de asistir a los españoles cuando la Embajada lo solicita. Y Lorena había contactado con él a través del servicio de emergencia consular. Ha venido a sacarnos de allí; Lorena insiste en que debemos hacerle caso, pero no puede explicarse, está rodeada por la policía que tiene la casa sitiada. Este señor nos dice que si no abandonamos el lugar, él habrá sido testigo de que nos hemos quedado por nuestra propia voluntad, y a partir de ese momento, no podrá garantizar nuestra seguridad.
Aunque nadie, en realidad, puede hablar claro en ese momento.
Dentro, algunos nos piden que nos quedemos, que sino, acabará en “un baño de sangre”. Otros entienden que es nuestra decisión. Durante más de dos horas dudamos cual tomar; cambiamos de opinión a cada momento. Javier no. Tiene claro que se queda con ellos hasta el final. Está bastante seguro de que con nosotros dentro, la policía no va a entrar. Desde fuera, nos dicen que ésta les ha advertido de que lo harán de todas formas. La presencia del funcionario español, quien, por primera vez acude al lugar en este tipo de situaciones, acrecienta el nerviosismo de los agentes.
No estábamos allí para convertirnos en mártires, sino para ver con nuestros propios ojos y poder contarlo la terrible violación de los derechos humanos que padece el pueblo saharaui. Mis compañeros como miembros de la Asociación Canaria de Solidaridad con el Pueblo Saharaui y yo, como periodista. Se trataba ahora de decidir entre dos opciones: olvidar el trabajo y a título personal, apostar por salvar con tu presencia y tu pasaporte la integridad de un grupo de seres humanos o estar dispuesto a sufrir con ellos las consecuencias, o, una segunda: confiar en las personas que desde abajo, sin poder dar una explicación clara, nos recomiendan con firmeza que debemos abandonar la casa.
No teníamos herramientas para saber con certeza qué iba a ocurrir. Sí, efectivamente, podíamos evitar una masacre, o estábamos empeorando las cosas. O si esta no se iba a producir, de todos modos. Porque nos costaba imaginar que, si la policía se había controlado hasta ese momento, si no había tomado la vivienda porque estábamos allí, lo fuera a hacer justo después de que saliéramos. Un funcionario español estaba siendo testigo de la situación; si al amanecer, habían arrasado el lugar, resultaría -no fácil de imaginar, sino evidente- qué había sucedido. Y tienen demasiadas ocasiones, por desgracia, para hacerlo a espaldas del mundo.
Afortunadamente, parece que así fue. Después de marcharnos, sobre las cuatro de la mañana, mantuvieron el asedio durante varias horas. Hasta que decidieron ir dejándolos salir en grupos de 10 y detuvieron a cuatro. Pero no hubo tal masacre. Ese día.
Fuera, alguien esperaba con una bandera marroquí y antes de que pudiera darme cuenta, confundida con la oscuridad del exterior, me fotografiaron delante de la misma. Cecilia supo dar el conveniente rodeo y evitó que captaran esa imagen.
Ya juntos, una treintena de agentes rodearon el vehículo del funcionario español, en cuyo interior estábamos sentados, y nos reclamaron las cámaras fotográficas. En principio nos negamos. Lorena exigía una orden judicial, porque iba en contra, obviamente, de todos nuestros derechos. Pero no pensaban dejarnos marchar con ellas. El depositario también insistía en que debíamos entregarlas, que al día siguiente nos serían devueltas. Obviamente, sin las imágenes que no fueran de su agrado. Accedimos porque el asedio era importante; incluso a que nos registraran el bolso; aunque el material estaba en realidad a salvo.
Y nos fuimos. A comprar cigarrillos para los fumadores. A relajar los nervios. Pero ellos se quedaron allí. Volvimos a verlos la noche siguiente, en casa de otro amigo; sabían que la prensa española se había hecho eco de lo sucedido, y nos lo agradecían. En realidad, es lo único que quieren: que no miremos a otro lado. Los saharauis no tienen una ciudadanía plena. No tienen derecho a trabajar ni a ir a la universidad; tienen prohibido ir al cine y al teatro. En cualquier momento, un policía puede increparles por la calle, y desde luego, cualquier manifestación, de cualquier tipo, a favor de la independencia del Sahara, se paga con torturas, desapariciones, años de cárcel. Todos tienen un familiar con heridas irreversibles, cuando no llevan años sin saber de él o ha perdido la cordura en la cárcel. Eso es lo que conocen desde que nacen. Una forma de apartheid. Ni más ni menos. Sus verdugos son sus jueces.
Como ellos dicen, prácticamente toda la comunidad internacional reconoce que el Sahara Occidental no pertenece a Marruecos.
Su compromiso es inquebrantable. Y mantienen la esperanza en que la sociedad civil obligue a los gobiernos extranjeros a buscar una solución. Para que dejen de hacer como que no saben lo que pasa allí; yo también lo cuento para eso. Es exactamente lo que sucedió esa noche. En singular, en mi caso. Pero es su vida. O su lucha por una vida.
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