EL MUNDO 1 de diciembre de 2010. Ana Romero, enviada especial. Publicado por Reggio’s
«Como no me movía se me explicó que el acuerdo era igual que el francés: ‘Le Monde’ y ‘Le Figaro’ sólo estuvieron 48 horas»«No hubo una masacre. ¿Pero por qué nos ocultaron que, atados con grilletes a las camas, allí estaban los heridos?»
El representante español «me arrebató los móviles para que no hablara con ‘periodistas y activistas’. Y ese fue el final»
Lo de menos ha sido la expulsión y la ansiedad de no saber si los policías que te conducen al aeropuerto van a girar y te van a llevar a un sitio desagradable. Qué más da otro periodista español al que se le echa de Marruecos. Eso es ya algo habitual. Poco importa también la angustia de ese día y esa noche pasados en el antiguo casino de oficiales españoles en El Aaiún sin saber lo que se estaba fraguando. O el escalofrío que recorre el cuerpo cuando alguien grita: «Si sales a la calle te van a matar. ¿Me entiendes? Te van a matar». Y luego te encuentras con que, efectivamente, tienes que salir a la calle, pase lo que pase.
Lo peor han sido los 10 días vividos en un lugar donde, desde el momento en el que bajas del avión, respiras una represión que termina por acogotarte. El miedo es frío, y poco a poco, se va acomodando en el cuerpo. En el corazón, que te late más deprisa. En el estómago, que se te hace un nudo. En la espalda, que te duele.
Eso que antes era normal en la capital administrativa del Sáhara Occidental -un estado policial ejercido por Marruecos- se ha multiplicado exponencialmente tras los acontecimientos del 8 de noviembre. El resultado: el periodista que quiera trabajar ahora allí tiene que aprender, rápido, a hacerlo como se hacía antes, de la manera en la que trabajaban esos viejos reporteros enviados a la antigua Unión Soviética y que querían hablar con disidentes. Periodismo a la antigua cuando pensábamos que internet había acabado con él.
Un duro trabajo que implica cambiar de coche, bajar de uno y subir a otro, meterse en un taxi y luego en un segundo y en un tercero. Que incluye tumbarse en los asientos traseros de los vehículos, llevar ropa local en el bolso (para las mujeres, una ventaja) y vestirse detrás de unos cristales tintados. Que obliga a apuntar los números de teléfono en un papel que luego se rompe en mil pedazos en caso de registro. Que agudiza los sentidos. Que hace apurar esas llamadas fugaces (no pueden sobrepasar los 40 segundos) que los saharauis hacen desde un locutorio para indicarte un lugar o para darte una noticia. Es indispensable enterarse a la primera. Después no se puede devolver la llamada. Hay que hablar poco y disimular mucho: qué hace quién puede significar que ahora es el momento para encontrarse con alguien.
Aún así, inevitablemente, al salir de las casas, ahí estaban de nuevo. Los siniestros policías de paisano. Chicos jóvenes en su mayoría. Vestidos de oscuro y tocados con gorro de béisbol. Apostados frente al hotel y en el hall. Interviniendo crónicas. Preguntando al conductor que viene de vacío por el paradero de la periodista. El wali ahora defenestrado; Mohamed Jelmus, me dijo que el continuo seguimiento se hacía por mi seguridad. Seguramente.
Sobre todo, para defenderme de las mafias saharauis o de esas milicias armadas cercanas a Al Qaeda que habían tomado el campamento de Gdeim Izik y habían secuestrado a las 20.000 personas que estaban allí. Ésa es la versión que nos dieron los marroquíes de lo que ocurrió el pasado 8-N. Versión que dimos cuando el ministro del Interior, Taieb Cherkaoui, vino a Madrid con el vídeo en la maleta. Una estafa parecida al acuerdo alcanzado por los gobiernos de España y de Marruecos para que dos periodistas de los dos primeros medios escritos -EL MUNDO y El País- viajaran a El Aaiún. Con libertad total, nos dijeron. Así, fue una sorpresa recibir, apenas 24 horas después de llegar, la oferta de entrevistar en Rabat al ministro de Asuntos Exteriores, Taieb Fassi-Fihri. Yo acababa de entrevistarlo apenas dos semanas antes, y al periódico le pareció que la noticia estaba en El Aaiún, no en un despacho en Rabat. Mi compañero de fatigas, Tomás Bárbulo (autor del magnífico libro La historia prohibida del Sáhara), fue enviado a Rabat a hacer la entrevista-trampa. Nunca más volvió a El Aaiún. EL MUNDO declinó la invitación.
Ahí empezaron los problemas. Como no me movía de El Aaiún, se me explicó que el acuerdo alcanzado por los gobiernos de España y de Marruecos era el del «modelo francés»: Le Monde y Le Figaro estuvieron 48 horas en El Aaiún (los lectores podrán comprobar si buscan sus crónicas en internet lo que éstos alcanzaron a hacer). Era la primera vez que oía que el trato Madrid-Rabat incluía una limitación temporal de apenas dos días. «Si lo llegamos a saber, no venimos», fue nuestra respuesta. «Tu misión aquí ha terminado», fue la de Marruecos.
La misión, sin embargo, no terminó ahí. Y fue entonces cuando empecé a comprender el tamaño de la estafa con la que habíamos sido atraídos a la última colonia de África. Entendí el engaño que resultó ser la visita guiada a la morgue del Hospital Militar. Allí nos llevaron al día siguiente de llegar para enseñarnos la morgue y demostrarnos que no había sitio para más de seis cadáveres. Efectivamente, en El Aaiún no hubo un masacre. Pero, ¿por qué nos ocultaron que, atados con grilletes a las camas, allí estaban los heridos del campamento? ¿Por qué no nos dijeron que sus familias no sabían nada de ellos, que los daban por desaparecidos?
Caminé por los pasillos del Hospital Militar, con fuerte olor a desinfectante, ajena al suplicio de Mohamadu Yadasi, al que finalmente pude entrevistar en el dormitorio de su casa después de cambiar dos veces de coche. Mohamadu, un enfermero saharaui que sufre epilepsia, habla un castellano cervantino que aprendió de los maestros españoles en el colegio de La Paz. En el campamento le rompieron la tibia y lo dejaron siete días sin recibir sus medicamentos. Tardó cuatro días en recuperar la conciencia. Cuando lo hizo, estaba esposado en cruz a la cama del hospital. Si me hubiera ido a las 48 horas, como supuestamente habían acordado Madrid y Rabat, no habría empezado ni a oler lo que pasa realmente en El Aaiún. No habría conocido a Yadasi ni a su mujer, Maymuna, ni a sus tres hijos -Noor, de ocho años, y los gemelos Mohamed y Aya, de seis-.
Si hubiera aceptado el señuelo de la entrevista con Fasi Fihri, no habría sabido la situación en la que están los 132 presos de la Cárcel Negra. El wali nos dio las cifras, pero nada más. Para entrevistar a uno de los siete abogados de los detenidos tuve que internarme de nuevo en las callejuelas de los barrios saharauis. Para saber que a los presos los han violado con botellas, les han orinado encima y los han golpeado incluso cuando los curaban de las heridas. Tampoco habría hablado, en medio de la noche y oculta en un coche, con la chica negra (descendiente de esclavos) de 25 años a las que tres agentes violaron «por ser saharaui».
Tantas cosas que no habría contado si me hubiera ido antes. No, la misión no había terminado. El lunes iba a haber entrevistado a ocho heridos de bala que están cuidadosamente escondidos en las entrañas de El Aaiún. Por eso el domingo por la tarde decidieron terminarla a la fuerza. «¿Es usted la periodista Ana Romero?», me preguntó una señora marroquí cuando me acercaba al hotel. Acababa de bajarme del coche de Aminatu Haidar. «No, ésa no soy yo», respondí. Acompañada de un hombre con chilaba, me siguió al hotel. Una vez dentro, preguntó en la recepción, y me abroncó por negar mi identidad. «Tiene usted que irse de aquí inmediatamente», señaló, al tiempo que se identificaba como directora de Comunicación del Gobierno regional de El Aaiún.
Llamé al depositario de España, Mariano Collado, que llegó enseguida. Collado le pidió que se identificara y me dijo que dejara de hablar con ella, que ya lo haría él. Le dije que no me iría sin una orden escrita de expulsión y me senté a su lado a escribir la última crónica desde El Aaiún. Ella me intentaba distraer. Yo no levanté la cabeza del portátil. La supuesta directora de Comunicación se marchó diciendo que volvería pronto con la orden.
Collado me ofreció irme con él a la Depositaría para evitar que corriera la misma suerte que el enviado de Radio Exterior de España, Guillaume Bontoux: Collado estaba delante cuando la policía le dijo al periodista que se podía quedar, pero dos horas más tarde, cuando el reportero dormía, entraron en su habitación, lo despertaron y se lo llevaron al aeropuerto.
La idea de pasar la noche esperando a que alguien entrara en la habitación del hotel no me parecía demasiado atractiva. Hice la maleta y me marché a la Depositaría. Durante el tiempo que estuve allí, Collado llevó la negociación con los marroquíes. Cuatro veces vinieron a la puerta, cuatro veces él los hizo marchar. A medida que pasaba el tiempo, la preocupación de Collado aumentaba. «Me lo han dicho claro, me han dicho que te van a matar. Hay sicarios en la calle», me dijo al tiempo que me conminaba a marcharme de El Aaiún por mi seguridad y por la suya. Llegado un punto, me arrebató los móviles para que no hablara «con periodistas y con activistas» dentro de la Depositaría.
Ése fue el final. Volví a coger mis cosas, abrí la puerta de la Depositaría y volví a salir a la calle. Buscaba un taxi para regresar al hotel. No hubo tiempo. Me esperaban varios coches para llevarme al aeropuerto. La condición que pusimos venía con ellos en una carpeta rosa fucsia. La orden de expulsión de Marruecos por ser una «grave amenaza para la seguridad nacional». Tres copias, ninguna para mí. Aún tendría que enseñar, una por una, todas mis posesiones. Las fotos, el ordenador, el módem, los blocs de notas, el libro de Bárbulo (corrió un serio peligro), la arena del desierto «marroquí», según murmuró la mujer policía que registró mis enseres.
Viajé acompañada, y acompañada estuve hasta que dejé Marruecos, ayer, vía Casablanca. Mañana hará dos semanas que desde Madrid y desde Rabat nos invitaron a viajar a El Aaiún para informar libremente sobre lo que allí está ocurriendo. No, la misión aún no ha acabado. Desde la distancia, seguiremos informando.
Publicado por Reggio's
1 Diciembre, 2010, a las 8:03 am
Fuente: Poemario por un sahara libre
«Como no me movía se me explicó que el acuerdo era igual que el francés: ‘Le Monde’ y ‘Le Figaro’ sólo estuvieron 48 horas»«No hubo una masacre. ¿Pero por qué nos ocultaron que, atados con grilletes a las camas, allí estaban los heridos?»
El representante español «me arrebató los móviles para que no hablara con ‘periodistas y activistas’. Y ese fue el final»
Lo de menos ha sido la expulsión y la ansiedad de no saber si los policías que te conducen al aeropuerto van a girar y te van a llevar a un sitio desagradable. Qué más da otro periodista español al que se le echa de Marruecos. Eso es ya algo habitual. Poco importa también la angustia de ese día y esa noche pasados en el antiguo casino de oficiales españoles en El Aaiún sin saber lo que se estaba fraguando. O el escalofrío que recorre el cuerpo cuando alguien grita: «Si sales a la calle te van a matar. ¿Me entiendes? Te van a matar». Y luego te encuentras con que, efectivamente, tienes que salir a la calle, pase lo que pase.
Lo peor han sido los 10 días vividos en un lugar donde, desde el momento en el que bajas del avión, respiras una represión que termina por acogotarte. El miedo es frío, y poco a poco, se va acomodando en el cuerpo. En el corazón, que te late más deprisa. En el estómago, que se te hace un nudo. En la espalda, que te duele.
Eso que antes era normal en la capital administrativa del Sáhara Occidental -un estado policial ejercido por Marruecos- se ha multiplicado exponencialmente tras los acontecimientos del 8 de noviembre. El resultado: el periodista que quiera trabajar ahora allí tiene que aprender, rápido, a hacerlo como se hacía antes, de la manera en la que trabajaban esos viejos reporteros enviados a la antigua Unión Soviética y que querían hablar con disidentes. Periodismo a la antigua cuando pensábamos que internet había acabado con él.
Un duro trabajo que implica cambiar de coche, bajar de uno y subir a otro, meterse en un taxi y luego en un segundo y en un tercero. Que incluye tumbarse en los asientos traseros de los vehículos, llevar ropa local en el bolso (para las mujeres, una ventaja) y vestirse detrás de unos cristales tintados. Que obliga a apuntar los números de teléfono en un papel que luego se rompe en mil pedazos en caso de registro. Que agudiza los sentidos. Que hace apurar esas llamadas fugaces (no pueden sobrepasar los 40 segundos) que los saharauis hacen desde un locutorio para indicarte un lugar o para darte una noticia. Es indispensable enterarse a la primera. Después no se puede devolver la llamada. Hay que hablar poco y disimular mucho: qué hace quién puede significar que ahora es el momento para encontrarse con alguien.
Aún así, inevitablemente, al salir de las casas, ahí estaban de nuevo. Los siniestros policías de paisano. Chicos jóvenes en su mayoría. Vestidos de oscuro y tocados con gorro de béisbol. Apostados frente al hotel y en el hall. Interviniendo crónicas. Preguntando al conductor que viene de vacío por el paradero de la periodista. El wali ahora defenestrado; Mohamed Jelmus, me dijo que el continuo seguimiento se hacía por mi seguridad. Seguramente.
Sobre todo, para defenderme de las mafias saharauis o de esas milicias armadas cercanas a Al Qaeda que habían tomado el campamento de Gdeim Izik y habían secuestrado a las 20.000 personas que estaban allí. Ésa es la versión que nos dieron los marroquíes de lo que ocurrió el pasado 8-N. Versión que dimos cuando el ministro del Interior, Taieb Cherkaoui, vino a Madrid con el vídeo en la maleta. Una estafa parecida al acuerdo alcanzado por los gobiernos de España y de Marruecos para que dos periodistas de los dos primeros medios escritos -EL MUNDO y El País- viajaran a El Aaiún. Con libertad total, nos dijeron. Así, fue una sorpresa recibir, apenas 24 horas después de llegar, la oferta de entrevistar en Rabat al ministro de Asuntos Exteriores, Taieb Fassi-Fihri. Yo acababa de entrevistarlo apenas dos semanas antes, y al periódico le pareció que la noticia estaba en El Aaiún, no en un despacho en Rabat. Mi compañero de fatigas, Tomás Bárbulo (autor del magnífico libro La historia prohibida del Sáhara), fue enviado a Rabat a hacer la entrevista-trampa. Nunca más volvió a El Aaiún. EL MUNDO declinó la invitación.
Ahí empezaron los problemas. Como no me movía de El Aaiún, se me explicó que el acuerdo alcanzado por los gobiernos de España y de Marruecos era el del «modelo francés»: Le Monde y Le Figaro estuvieron 48 horas en El Aaiún (los lectores podrán comprobar si buscan sus crónicas en internet lo que éstos alcanzaron a hacer). Era la primera vez que oía que el trato Madrid-Rabat incluía una limitación temporal de apenas dos días. «Si lo llegamos a saber, no venimos», fue nuestra respuesta. «Tu misión aquí ha terminado», fue la de Marruecos.
La misión, sin embargo, no terminó ahí. Y fue entonces cuando empecé a comprender el tamaño de la estafa con la que habíamos sido atraídos a la última colonia de África. Entendí el engaño que resultó ser la visita guiada a la morgue del Hospital Militar. Allí nos llevaron al día siguiente de llegar para enseñarnos la morgue y demostrarnos que no había sitio para más de seis cadáveres. Efectivamente, en El Aaiún no hubo un masacre. Pero, ¿por qué nos ocultaron que, atados con grilletes a las camas, allí estaban los heridos del campamento? ¿Por qué no nos dijeron que sus familias no sabían nada de ellos, que los daban por desaparecidos?
Caminé por los pasillos del Hospital Militar, con fuerte olor a desinfectante, ajena al suplicio de Mohamadu Yadasi, al que finalmente pude entrevistar en el dormitorio de su casa después de cambiar dos veces de coche. Mohamadu, un enfermero saharaui que sufre epilepsia, habla un castellano cervantino que aprendió de los maestros españoles en el colegio de La Paz. En el campamento le rompieron la tibia y lo dejaron siete días sin recibir sus medicamentos. Tardó cuatro días en recuperar la conciencia. Cuando lo hizo, estaba esposado en cruz a la cama del hospital. Si me hubiera ido a las 48 horas, como supuestamente habían acordado Madrid y Rabat, no habría empezado ni a oler lo que pasa realmente en El Aaiún. No habría conocido a Yadasi ni a su mujer, Maymuna, ni a sus tres hijos -Noor, de ocho años, y los gemelos Mohamed y Aya, de seis-.
Si hubiera aceptado el señuelo de la entrevista con Fasi Fihri, no habría sabido la situación en la que están los 132 presos de la Cárcel Negra. El wali nos dio las cifras, pero nada más. Para entrevistar a uno de los siete abogados de los detenidos tuve que internarme de nuevo en las callejuelas de los barrios saharauis. Para saber que a los presos los han violado con botellas, les han orinado encima y los han golpeado incluso cuando los curaban de las heridas. Tampoco habría hablado, en medio de la noche y oculta en un coche, con la chica negra (descendiente de esclavos) de 25 años a las que tres agentes violaron «por ser saharaui».
Tantas cosas que no habría contado si me hubiera ido antes. No, la misión no había terminado. El lunes iba a haber entrevistado a ocho heridos de bala que están cuidadosamente escondidos en las entrañas de El Aaiún. Por eso el domingo por la tarde decidieron terminarla a la fuerza. «¿Es usted la periodista Ana Romero?», me preguntó una señora marroquí cuando me acercaba al hotel. Acababa de bajarme del coche de Aminatu Haidar. «No, ésa no soy yo», respondí. Acompañada de un hombre con chilaba, me siguió al hotel. Una vez dentro, preguntó en la recepción, y me abroncó por negar mi identidad. «Tiene usted que irse de aquí inmediatamente», señaló, al tiempo que se identificaba como directora de Comunicación del Gobierno regional de El Aaiún.
Llamé al depositario de España, Mariano Collado, que llegó enseguida. Collado le pidió que se identificara y me dijo que dejara de hablar con ella, que ya lo haría él. Le dije que no me iría sin una orden escrita de expulsión y me senté a su lado a escribir la última crónica desde El Aaiún. Ella me intentaba distraer. Yo no levanté la cabeza del portátil. La supuesta directora de Comunicación se marchó diciendo que volvería pronto con la orden.
Collado me ofreció irme con él a la Depositaría para evitar que corriera la misma suerte que el enviado de Radio Exterior de España, Guillaume Bontoux: Collado estaba delante cuando la policía le dijo al periodista que se podía quedar, pero dos horas más tarde, cuando el reportero dormía, entraron en su habitación, lo despertaron y se lo llevaron al aeropuerto.
La idea de pasar la noche esperando a que alguien entrara en la habitación del hotel no me parecía demasiado atractiva. Hice la maleta y me marché a la Depositaría. Durante el tiempo que estuve allí, Collado llevó la negociación con los marroquíes. Cuatro veces vinieron a la puerta, cuatro veces él los hizo marchar. A medida que pasaba el tiempo, la preocupación de Collado aumentaba. «Me lo han dicho claro, me han dicho que te van a matar. Hay sicarios en la calle», me dijo al tiempo que me conminaba a marcharme de El Aaiún por mi seguridad y por la suya. Llegado un punto, me arrebató los móviles para que no hablara «con periodistas y con activistas» dentro de la Depositaría.
Ése fue el final. Volví a coger mis cosas, abrí la puerta de la Depositaría y volví a salir a la calle. Buscaba un taxi para regresar al hotel. No hubo tiempo. Me esperaban varios coches para llevarme al aeropuerto. La condición que pusimos venía con ellos en una carpeta rosa fucsia. La orden de expulsión de Marruecos por ser una «grave amenaza para la seguridad nacional». Tres copias, ninguna para mí. Aún tendría que enseñar, una por una, todas mis posesiones. Las fotos, el ordenador, el módem, los blocs de notas, el libro de Bárbulo (corrió un serio peligro), la arena del desierto «marroquí», según murmuró la mujer policía que registró mis enseres.
Viajé acompañada, y acompañada estuve hasta que dejé Marruecos, ayer, vía Casablanca. Mañana hará dos semanas que desde Madrid y desde Rabat nos invitaron a viajar a El Aaiún para informar libremente sobre lo que allí está ocurriendo. No, la misión aún no ha acabado. Desde la distancia, seguiremos informando.
Publicado por Reggio's
1 Diciembre, 2010, a las 8:03 am
Fuente: Poemario por un sahara libre
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